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Viajar
Trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción.
Asiáticos con palos selfie grabando videos que nunca van a ver. Señoras de mediana edad sin gusto alguno que te asaltan para requerir de tus servicios como fotógrafo para ser la envidia de la oficina el próximo lunes. Cuñados que por cojones solo hablan español, creyéndose el centro de su propio universo porque se ha gastado todos sus ahorros en un circuito turístico que les costará meses pagar. ¡Qué aprendan nuestro idioma!
Hemos convertido el turismo en una especie de derecho universal en el que uno mismo pone las condiciones que quiera: todo vale porque para eso pagan. Pero se la sudas francés, igual que el francés te la suda a ti cuando está tomando “a relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”. Poca gente conozco que soporte a los turistas de mala calaña. Odiamos que no se adapten nuestra cultura, que se les note a millas, que sobrecarguen nuestras ciudades, que las llenen de ruido, que la encarezcan o que no respeten nuestras tradiciones.
El concepto de “turismo” ha sido desvirtuado completamente con la llegada de la clase media. Gentes que llevan meses ahorrando y que tienen un solo objetivo: tener mejores vacaciones que sus compañeros de oficina, arramblando con todo lo que sea necesario. No hay opción al fallo, todo está planificado al dedillo desde el momento uno y si alguno de estos minuciosos engranajes se rompe (que antes o después acaba pasando), se quejan de que les han jodido su idílico viaje familiar a [inserte capital de país o playa].
Un viaje, como cualquier otra organización, tiende al caos. Un pack turístico no es antifrágil. Ser flâneur sí lo es. Un crucero por el Mediterráneo solo te va a dar sellos en tu pasaporte, pero perderte por las calles de Roma es impagable.
Si a todo esto le sumamos el surgimiento de las aerolíneas low-cost, las redes sociales, así como plataformas como AirBnb, creamos el cocktail perfecto para que las peores caras del globalismo y el consumismo acaben con aquellos lugares mágicos que debían encontrar los exploradores de antaño. Aquellos por los que apetecía viajar, por los que merecía la pena perderse.
Más escalofriante si cabe:
Consejos para un viaje cuñado-less
Prioriza calidad a cantidad. Exprime al máximo el sitio que estés visitando. Que no te engañen con lo de “esto se ve en 2 días“ porque nunca es verdad. Si tienes 10 días para visitar un lugar, exprímelos. Para pasar de puntillas, mejor quédate en tu casa con el Street View.
Lee sobre el sitio que vas a visitar. Empápate de su cultura y de su historia. Lee libros, mira películas y escucha canciones relacionadas. Entérate de cómo han llegado a ser el país que son hoy.
No a los circuitos cerrados. Está bien tener una idea de lo que se va a visitar. Muchas veces, si no tenemos mucho tiempo, no podemos dejar todo al “descubrimiento“. Pero deja tiempo libre para la exploración y por encima de todo, déjate llevar por lo que te pida el cuerpo en ese momento.
Haz fotos si tienes tiempo, pero busca el encuadre que te gustaría ver en tu galería en unos años, no el selfie. No tienes que demostrar a nadie que has estado de viaje. Echar un foto no debería ser nunca el objetivo de ir a ver cualquier atracción. Si vas a compartirla, hazlo en tus ratos libres.
Esfuérzate por hablar el idioma local o por lo menos aprender algunas palabras. El inglés siempre te salvará el culo, pero seguro que se alegrarán de oírte hablar su lengua.
Reflexiona. Los viajes deberían ser experiencias enriquecedoras. Agradece estar donde estás y medita sobre cómo su cultura te puede ayudar.
Por lo general, evitar viajar con grupos grandes. En algunos casos tiene sentido, pero en la mayoría de casos acabas en el mismo escenario que si salieses con tus amigos a tomar unas cañas. Viajar solo es un plus, siempre.